Disrupción


El silencio de su minúsculo apartamento se rompió por el timbre de la alarma de su despertador, que hirió sus oídos con su insistencia. Al poco tiempo, las luces se encendieron y escuchó la máquina de café entrando en funcionamiento en la cocina. Aunque hubiese querido quedarse tirado en la cama un poco más, no tenía opción. El sistema seguiría repitiendo el penetrante sonido hasta que los sensores detectasen que se había puesto en pie. Se incorporó lentamente y se dirigió al baño. Tomó su cepillo de dientes y el expendedor del lavabo dejó caer la cantidad exacta de pasta sobre él. En el lado opuesto, un vaso comenzó a llenarse hasta el nivel indicado de agua. Suspiró y procedió a su cepillado cronometrado de dos minutos.

Más tarde, de camino al trabajo, observó el ritmo regular con el que los ciudadanos se aproximaban a los pasos de peatones, disponiéndose en filas ordenadas, a la espera de que las luces les permitiesen cruzar. Las cámaras de tráfico emitían señales de advertencia cuando alguien se acercaba demasiado a la calzada o al resto de transeúntes. Todo estaba medido para obtener la máxima fluidez y eliminar las aglomeraciones. Se preguntó si la hora y el lugar de los accidentes también estarían concertados para interferir lo menos posible con el tránsito del resto de vehículos.

La puerta del edificio de oficinas se abrió después de que el reconocimiento facial cotejase su rostro con el chip que llevaba implantado bajo la piel de la muñeca. Era algo innecesario, porque el sistema, que abarcaba todos y cada uno de los rincones de la ciudad, sabía perfectamente que no podía ser otra persona. Se dirigió hasta su mesa, situada en el espacio de un metro y medio cuadrado que su empresa consideraba suficiente para cada trabajador, y abrió sus archivos para empezar a introducir datos.

—John, ¿podrías venir un momento? —dijo su supervisor, apareciendo repentinamente por encima de la mampara de separación, con la frente sudorosa y un tic de nerviosismo en su rostro.

No recordaba haberle visto nunca tan alterado, al menos no en el trabajo. Le siguió sin saber muy bien a dónde se dirigían, ya que los empleados rara vez se movían de sus puestos. Al final de la interminable hilera de cubículos había una puerta que conducía a un despacho gris y aséptico. Los supervisores eran ascendidos o relegados a puestos más bajos con rapidez, según dictasen las gráficas semanales de productividad, así que ninguno tenía tiempo ni voluntad para personalizar demasiado el lugar. En aquella ocasión eran dos desconocidos los que ocupaban el estrecho espacio, un hombre y una mujer vestidos a la manera protocolaria de los ejecutivos, con trajes grises de planchado impecable.
Le hicieron una seña para que tomase asiento en la silla vacía frente a ellos.

—Buenos días, señor Aiden —dijo la mujer, con una sonrisa fría—. Somos del Departamento de Relaciones Humanas. Supongo que está al tanto de los nuevos algoritmos de evaluación que utiliza la empresa.
—Algo he oído. ¿Ha habido algún problema con mi rendimiento?
—En absoluto —intervino el hombre—. Deje que le explique. Lo que ocurre es que el sistema utiliza ahora una Inteligencia Artificial para identificar a aquellos activos que… cómo decirlo… puedan ser más propensos a provocar una disrupción.
—¿Una disrupción? ¿Y eso qué significa?
—Una alteración en la buena marcha de la empresa. Un incidente. Un conflicto. La definición es muy amplia pero se hace una idea —dijo la mujer, frunciendo los labios—. Como comprenderá, no podemos permitir que eso ocurra.
—Yo cumplo con mi trabajo. Su programa está equivocado, no he dado ningún problema en todo el tiempo que llevo aquí, pueden preguntárselo a mi supervisor.
—Lo sabemos, señor Aiden —el hombre le habló con una sonrisa conciliadora—. Sus supervisores han confirmado que es usted un buen empleado. Pero entenderá que tenemos que tomar medidas preventivas.
—¿Me van a despedir?
—Por supuesto que no. Pero estará a prueba, bajo vigilancia especial, hasta que la IA le reevalúe.
—No lo entiendo, si han dicho que no hay ninguna queja sobre mí…
—Colabore y todo se solucionará pronto —concluyó la mujer—. Es algo rutinario. Ni siquiera se dará cuenta.

De vuelta a su puesto, John se quedo mirando la pantalla de su ordenador fijamente. La pequeña lente de cristal de la webcam no le había preocupado nunca en exceso, pero ahora parecía mirarle como un ojo acusador. Tuvo la tentación de colocar un papel para taparla, pero supuso que aquello le haría parecer más culpable. Además, en cada esquina de la oficina había varias cámaras que supervisaban la actividad de los empleados. Una ventana de alerta apareció en su terminal: llevaba más de cinco minutos sin introducir datos. Debía retomar sus tareas lo antes posible. De nuevo, el sistema sabía lo que hacía y cuándo lo hacía. Sin embargo, a pesar de todo era sospechoso de poder provocar una supuesta “disrupción” en el futuro. Comenzó a teclear, sintiendo cómo su frustración se transformaba primero en enfado y después en furia contenida.

Había imaginado que el camino de regreso a su casa le relajaría y le ayudaría a pensar en otra cosa, pero no fue así. Los ojos inquisitivos de las cámaras de tráfico le recordaban constantemente que alguien podía estar mirando, evaluando, juzgando. Repasó mentalmente cualquier situación que hubiese podido desencadenar que la IA le etiquetase como peligroso, o como mínimo como diferente. ¿Había discutido con alguien en alguna parte? ¿Se había quejado por tener que esperar demasiado en la cola del supermercado? Era muy consciente de que estaba bajo el escrutinio de las máquinas las veinticuatro horas al día, pero hasta entonces no se había planteado lo que eso podía llegar a significar. Ya no existía la privacidad ni la intimidad, y ahora le habían arrebatado además el control sobre sus propias acciones. Ni siquiera podía caminar con naturalidad.

Mientras cenaba su bandeja de comida precocinada habitual, su mirada se perdió en vacío, imaginando un mundo en el que no tuviese que rendir cuentas a nadie, y menos todavía a un conjunto de sensores, chips y algoritmos. Observó la pantalla negra de su teléfono móvil, que descansaba sobre la mesa. Cuando sus ojos se posaron en la pequeña cámara del frontal, sintió un escalofrío. La misma indignación que había sentido en su oficina le invadió de nuevo. En un impulso cogió el pequeño aparato y lo lanzó lejos de sí, haciendo que cayese en el fregadero con un sonoro plop. Cuando se acercó a mirar, lo vio sumergido en el agua junto con los platos sucios. No se molestó en intentar rescatarlo.


La mañana siguiente la alarma sonó una vez más, pero en esta ocasión no le encontró mirando al techo, acuciado por el insomnio. Por una vez había tenido un sueño reparador. Se tomó unos minutos para pensar, mecido por el frescor que emanaba del sistema de climatización, ignorando a propósito las sucesivas alertas del sistema. Se preparó para ir al trabajo y mientras salía por la puerta su mano palpó de forma inconsciente el bolsillo donde siempre llevaba su teléfono móvil. Estaba vacío. El vértigo inicial dio paso a una extraña sensación de alivio. Tarareó mientras bajaba las escaleras.

Decidió cambiar de ruta para llegar a su empresa, tomando un camino alternativo que le obligaba a forzar el paso pero también le llevaba a través de un parque y un barrio que no solía frecuentar. En su camino se topó con multitud de rostros nuevos que le observaron con extrañeza y curiosidad. Al cruzar la puerta de su edificio estaba exhausto pero su sonrisa se había ampliado aún más.

—John, no has respondido a mis emails —le dijo su compañera al poco de sentarse en su puesto.
—Se me cayó el móvil al agua mientras fregaba los platos y no pude verlos, perdona. ¿Era algo importante?
—Bueno, quería que me dieras tu opinión sobre unos informes urgentes y…
—Ah, entonces no hay problema —le interrumpió él—. Los veré ahora. No sé cuándo podré comprar otro teléfono, así que no hace falta que me mandes más.
—Pero hay tantas cosas pendientes ¿no prefieres que lo vayamos adelantando? —replicó ella, confusa.
—¿Hay alguna directriz nueva que nos obligue a llevarnos trabajo a casa?
—No, pero…
—Entonces no te preocupes. Podemos hacerlo todo aquí.

Dando por terminada la conversación, se volvió hacia su terminal, comenzando a teclear la larga remesa de números del día. Su compañera le observó unos instantes y se giró hacia su propia pantalla, pensativa.

Dos horas después su supervisor se acercó a él en la zona de descanso. Le había sorprendido que nadie la utilizase, llevaba diez minutos sorbiendo su café y garabateando en su cuaderno sin que nadie apareciese por allí. Su caminata matutina le había inspirado y estaba escribiendo, no sabía muy bien qué. ¿Un cuento, una poesía? Por ahora trataba de recordar los rasgos de las personas con las que se había cruzado y anotaba lo que había pensado al verlas.

—Buenos días, John —dijo el hombre con una sonrisa forzada—. He ido a buscarte a tu mesa y no estabas.
—Es mi pausa reglamentaria. He decidido pasarla aquí. ¿Hay algún problema?
—No… bueno, sí. El sistema indica que ha habido un descenso de productividad en tu sección. ¿Podrías explicármelo?

John tomó otro sorbo de café y miró al supervisor, que se mantenía a cierta distancia, como si tratase con un apestado. Quizá temiese que la IA le señalase a él también, o que la “disrupción” fuese contagiosa.

—¿El volumen de introducción de datos es insuficiente? —le preguntó.
—No, de hecho está algo por encima de la media. Pero comparado con otras jornadas…
—Entonces no hay de qué preocuparse. Si nos ajustamos a los parámetros fijados por el sistema no debería haber ningún inconveniente.
—Pero…
—Consulte a la IA si cree que hay algo anómalo. Solo me ciño a las directrices establecidas en el manual —respondió poniéndose en pie—. Ahora disculpe, mi tiempo de descanso ha terminado y debo volver al trabajo.

El supervisor se quedó con la boca abierta, mirándole mientras se alejaba en dirección a su puesto. Él mejor que nadie sabía que no serviría de nada formalizar una queja. Mientras la productividad de un trabajador se mantuviese dentro de los márgenes esperados, el sistema no tomaría ninguna medida.

Pasaron las horas de manera monótona y tediosa hasta que el reloj marcó el final de su jornada. John se levantó de su puesto y comenzó a recoger sus cosas. Su compañera le lanzó una mirada de ligera sorpresa y varias cabezas más se levantaron de sus pantallas para observarle mientras se ponía su chaqueta. Hacía mucho tiempo que nadie se marchaba ciñéndose al horario. La mayoría se quedaban media hora, una hora e incluso más para terminar los proyectos abiertos. Varios pares de ojos le siguieron con envidia en su camino al ascensor. Escuchó unos pasos apurados que llegaron hasta su altura. Al volverse se encontró con su compañera, que estaba poniéndose su abrigo apresuradamente y sonreía de manera nerviosa, como si fuese una niña pillada cometiendo una travesura.

—Es una locura. Mañana vamos a tener tanto que hacer…
—¿Alguna vez has tenido menos trabajo? Quiero decir, por mucho que te esforzases el día anterior, ¿alguna vez la bandeja de emails ha estado vacía o te han dado una lista de datos más corta? —le preguntó él mientras descendían hasta el nivel de la calle.
—No. Siempre es lo mismo. O más.
—Eso pensaba. Es mejor cumplir con las horas que el sistema espera de nosotros, solo eso.
—Se me hace tan raro, todavía es de día fuera —aquella simple diferencia parecía maravillarla—. ¿Tú qué harás ahora?
—Elegiré un camino diferente para volver a casa. O quizá dé un paseo por un parque que he visto al venir.
—El parque… no recuerdo cuándo fue la última vez que me senté en la hierba sin hacer nada.
—Yo tampoco.

Se despidieron y John se quedó pensando que aquella era la conversación más larga que habían tenido fuera de la oficina. Había estado bien. Tal y como le había dicho, se desvió por una ruta nueva, dando vueltas de manera muy poco eficiente. Las cámaras le observaban pero no le importó. Mientras trataba de llegar al parque por el que había cruzado esa mañana, se topó con otro, escondido entre los edificios. No tenía césped, pero sí caminos de gravilla, enormes árboles que debían estar allí desde antes de que él naciese y una fuente con agua corriente. Los gorriones se bañaban en ella sacudiendo sus alas. El sistema no había encontrado una forma de controlarlos aún. Se sentó en uno de los bancos y los observó durante un rato. Sacó su cuaderno y anotó una nueva idea para una historia.


La rutina en la oficina se repitió al día siguiente, con su interminable introducción de datos, cotejado de tablas y punteo de balances contables. Sin embargo cuando el reloj marcó la hora de salida y se puso en pie para marcharse, no fue el único en hacerlo. Media docena de personas más se incorporaron, incluida su compañera. Otra diferencia fue que el pasillo que conducía la salida, normalmente silencioso, pronto se llenó con el murmullo de una animada charla. El tema principal era qué haría cada uno con aquel inesperado tiempo libre.

La mujer de Relaciones Humanas que le había entrevistado en el despacho del supervisor estaba esperándole cerca de la puerta. Le hizo una seña para que se detuviese, pero dejó pasar al resto, que desaparecieron con rapidez. Su compañera, sin embargo, se quedó y permaneció a cierta distancia.

—Señor Aiden, supongo que sabe que esto no le beneficia —le dijo la mujer, frunciendo el ceño—. En especial en su situación.
—¿La IA me ha reevaluado?
—Aún no, pero con todo lo que está pasando…
—Voy a decirle qué va a ocurrir —le interrumpió él—. El sistema va a descubrir que soy el perfecto engranaje dentro de la maquinaria de la empresa, sin destacar en nada, cumpliendo la media de productividad, gris e insulso. Y se olvidará de mí.
—Pero ha convencido a tus compañeros para que se marchen antes de lo habitual. Abandonando sus responsabilidades y dejando sus proyectos abiertos.
—Ellos cumplen su horario y se van a su casa, nada más. Han descubierto que pueden hacerlo. Estoy seguro de que una Inteligencia Artificial sabrá valorar la puntualidad y el orden, tanto para llegar como para irse, ¿no cree? —dijo con tono irónico.
—Podría despedirle ahora mismo… —replicó ella, cada vez más frustrada.
—Hágalo. Las cosas ya han empezado a cambiar y seguirán haciéndolo aunque yo no esté. Y no se preocupe, buscaré otro empleo, siempre hay puestos aburridos de oficina que cubrir. O quizá haga algo diferente, no lo sé.

La ejecutiva se quedó en silencio, como asimilando sus palabras, y su gesto pasó de enfado contenido a derrota. Las puertas del ascensor se abrieron de nuevo. John y su compañera entraron y él pulsó el botón del nivel de la calle.

—La IA tenía razón. Es usted un agente disruptor —dijo finalmente la mujer.
—En realidad no. Solo me recordó lo que significa ser una persona.

Las puertas se cerraron y el ascensor comenzó a bajar.

—¿Hoy vas a volver al parque? —le preguntó su compañera.
—Supongo que sí. ¿Te apetece venir?
—Me encantaría.



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Photo by Raphael Koh on Unsplash

Comentarios

  1. Habrá que leer los doce seleccionados del Homocrisis de este año, pero me gusta la frase: "No se hicieron las flores para la boca del cerdo".

    Juro que si son la mitad de buenos que este texto, pediré perdón entre lágrimas.

    Creo que estaría muy bien sí en los concursos se diese un pequeño feedback a los escritores sobre qué pareció el relato al que lo leyese, por lo menos poder saber a qué se debe la no selección. Sería algo muy fácil de hacer, simplemente con un formulario anexo al cuento a valorar, y despejaría muchas dudas sobre la limpieza de los mismos.

    Mi sospecha es que simplemente no se leen todos y el cribado sigue otros criterios, quizás puramente de azar, por no ser ni conspiranoico, ni mal perdedor.

    Gracias por compartirlo de manera abierta.

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  2. Fantástico y real como la vida misma. Tu trabajo tiene un valor exacto, punto.

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