Fragmentos de memoria volátil

 

 

—Más peligroso que el que olvida es aquel que se esfuerza en recordar.



    El reproductor repetía una y otra vez un viejo recuerdo de tan solo unos segundos en el que se adivinaba una playa, brillando cegadora bajo un sol distante. No había ningún sonido, pero sí el penetrante olor a salitre y un suave calor en el rostro que reconfortaba a Lanegan. Apagó el aparato y saboreando todavía las sensaciones abrió los ojos. En Nexus Zero el cielo estaba tan oscuro y tormentoso como siempre. Tras la silueta de los rascacielos, los soportes gemelos del ascensor espacial se perdían entre las nubes cargadas de electricidad estática.

La cabina rectangular descendió casi en caída libre mientras sus luces naranjas de aviso parpadeaban dejando estelas ambarinas a su paso. El robot controlador de descenso rodó en su dirección y agitó sus brazos luminosos indicándole que se retirase fuera de la zona de peligro. Unos segundos más tarde los cohetes de frenado del ascensor se dispararon cientos de metros sobre ellos lanzando una nube de polvo en todas direcciones. Viajeros y operarios se refugiaron en el interior de la estación de atraque. Lanegan sin embargo se colocó la máscara osmótica y aguantó estoicamente, echando miradas impacientes más allá de los muros de contención. Los amarres de superficie se ajustaron con un chasquido metálico y los viajeros comenzaron a aparecer por la plataforma de desembarco.

La comitiva del Interlocutor Máximo para la raza humana resultaba inconfundible. Un séquito de robots asistentes, xenoespecialistas y guardaespaldas hunk arropaba al burócrata, en otro tiempo embajador, mientras se dirigía hacia el lujoso transporte gravitatorio estacionado en el exterior. Una pequeña constelación de drones de defensa flotaba en el perímetro y el más cercano a Lanegan cambió varias veces sus lentes y calibró sus armas en cuanto hizo ademán de acercarse. Una voz metálica gruñó una amenaza en los idiomas más usados en el Nexo, incluyendo algunas frecuencias ultrasónicas. Haciendo caso omiso de la advertencia, alzó una mano en dirección al grupo.


—¡Interlocutor Hiram, disculpe! —dijo Lanegan. Su objetivo no se dio por aludido—. ¡Excelencia, si tuviera un momento...!


Corrió el riesgo de que los drones abriesen fuego y se interpuso en el camino del androide más cercano. Una mano descomunal surgió de la nada y agarrándole de las solapas del abrigo le levantó sin esfuerzo, dispuesta a arrojarle lejos. Él no era un hombre bajo, ni mucho menos, pero el rocoso cuerpo del hunk habría eclipsado a cualquiera. La mano le atenazó con fuerza.


—Ossak, puedes bajarle —dijo una voz susurrante—, no queremos que nuestro amigo guarde en su máquina el recuerdo de un encuentro tan desafortunado, ¿verdad?


El hunk le dejó en el suelo y varias personas se apartaron para dejarle ver. Hiram Bisaf, el Interlocutor, descansaba de forma indolente en un sillón plagado de cojines situado sobre una pequeña plataforma levitadora. Era un hombre delgado y de rasgos asiáticos, probablemente proveniente de una de las familias influyentes de Asia-Pacífico. El tocado curvo y el manto sin embargo eran la última moda, influencia directa de los Arquitectos. Varias personas, invitados, colegas o amigos, sentados a su alrededor o a sus pies, observaban con curiosidad el motivo de aquella impertinente interrupción.


—Es un honor que conozca mi trabajo, Interlocutor —dijo Lanegan.

—Le conozco, cierto —dijo el Interlocutor, haciéndole una seña para que se aproximara—, aunque me reservo mi opinión sobre él. ¿Tiene algo que decirme o solo desea robarme recuerdos de mi difunta madre para su colección? Puedo ahorrarle el trabajo, hace años que está en un tubo criogénico de camino a Epsilon Eridani.

—Tiene un humor sumamente ingenioso, Interlocutor —respondió Lanegan haciendo ademán de subir a la plataforma, que volvía a ponerse en marcha. La musculosa mole de otro hunk le cerró el paso y le hizo una seña para que caminase—. Como sabrá he cursado varias peticiones para lograr un pase de acceso al nivel superior, con el fin de entrevistarme con varios representantes de la delegación cyanea.

—¿La delegación cyanea? ¿Y qué será lo próximo, pedir que le prestemos una lanzadera para visitar el espacio cristalino? —bufó el Interlocutor, disgustado—. Sepa, señor Lanegan, que tolerar sus andanzas no es lo mismo que alentarlas. Limítese a grabar a nuestros viejos patriarcas con sus historias y olvídese de los cyaneos, si no la próxima vez puede que lo más interesante que vea sea alguna incursión planetaria... en primera línea.


El último robot entró en el transporte y las compuertas se cerraron con un siseo. El aparato se elevó verticalmente para unirse al tráfico, dejando a Lanegan clavado en la acera contemplando su ascenso entre la llovizna. Sonrió mientras extraía un cristal de memoria de su guantelete sináptico y lo guardaba en su reproductor. El brazo de un hunk furioso no era el mejor puente hacia el sistema nervioso central, pero con suerte los electrodos habrían captado algún recuerdo útil para acceder a la estación orbital.


+++


El Pájaro Nocturno era un local principalmente humano situado en la periferia de Nexus Zero, en el límite entre los bloques de cubículos de plasticemento y los desguaces. "Astilleros familiares", los llamaban, pero eran más una sucesión de almacenes de chatarra a los que pilotos escasos de fondos acudían a buscar repuestos. El Pájaro recibía tanto a operarios dispuestos a tomarse una última como a grasientos cortachapas con sus sierras de plasma todavía al cinto. Entre los habituales también había algún vereliano, hunks deshonrados y umes que se saltaban la prohibición y se colaban para probar el picante licor de semillas de arbusto que el dueño fabricaba en la trastienda.


—Alcohol de la Tierra —dijo Lanegan al entrar—. Y nada de esa mezcla extranjera destilada, Luch. No tengo ganas de que me tiemblen las manos.

—¡Lanegan, hijo de una probeta! —contestó sonriente el patilludo tras la barra. En la comisura de sus labios colgaba un cigarro de hierbazul de olor penetrante—. ¿Todavía no te han detenido?

—Tu chivatazo a los metálicos no sirvió de nada —Lanegan le guiñó un ojo mientras se sentaba en un reservado—. La próxima vez acierta con la hora, dieron dolor de cabeza a todo mi bloque con los nauseadores, para nada.


Lanegan devolvió el saludo de forma silenciosa a varios de los presentes y se concentró en el cristal de memoria. El guante había captado la impronta más reciente en la mente del guardaespaldas, el descenso en el ascensor espacial. Cerró los ojos y desconectó todas las pistas sensoriales excepto la de la vista. Pasó la grabación a diferentes velocidades, analizando cada recoveco. Por fin vio lo que buscaba: por el rabillo del ojo el hunk había visto a su compañero introducir la secuencia numérica que activaba el descenso. El sistema de seguridad se completaba con reconocimiento biométrico y un pase electrónico, pero ya pensaría en ello.

Un hombre joven, vestido con ropa demasiado nueva y demasiado pulcra para aquel barrio, se acercó a su mesa. Sus ademanes y el lector de última generación de su muñeca le identificaban como un técnico de la zona alta, quizá incluso de alguna de las corporaciones que operaban a los pies de las torres.


—¿Documentalista Lanegan? Me dijeron que podría encontrarle aquí... —comenzó el joven.

—Ya no me dedico a eso, chico —respondió él—. Pero si buscas un recuerdo perdido de tu infancia o quieres la grabación de un paseo espacial, has venido al sitio adecuado.

—No, no, mi nombre es Samuel Izban, soy xenobiólogo y especialista en electrónica de segunda clase federado —continuó mientras sacaba tarjetas electrónicas de una cartera—. Tengo licencia para operar en todo Zero Inferior. Me han dicho que va a entrevistarse con la delegación cyanea.

—Las noticias corren demasiado —replicó Lanegan, alzando la vista por primera vez. ¿Quién te lo ha dicho?

—Xitloc Rivka, de la Oficina de Interlocución, me dijo que podría tener un trabajo para mí. Mi campo de estudio son cyaneos, su morfología, su cultura, sus costumbres...

—Conozco a Xitloc, buen amigo y un bocazas de primera. ¿Qué te hace pensar que necesitaré tu ayuda?

—Los cyaneos son una de las razas más reacias a la exploración mnemónica. ¿Cómo sabe que sus electrodos soportarán el flujo de información? ¿Ha pensado que quizá ni lleguen a las sinapsis? Hablamos de una criatura marina, muy diferente a nosotros los pisafango.


Lanegan sonrió al escuchar el nombre que le daban los cyaneos y los protos a todas las especies de tierra. El muchacho tenía razón, ya había pensado en las dificultades de leer la mente centenaria de una medusa espacial. Quizá el guantelete no conectase, o se quedase en la superficie percibiendo información sensorial primaria, sin profundizar. Con la próxima migración tan cerca no tenía tiempo de buscar a un ingeniero para resolver todo aquello.


—Está bien, tú ganas. Ahora hablemos de lo que sacas tú de todo esto —dijo mirando a Izban duramente.

—Documentalista, no aspiro a quedarme en Zero Inferior toda la vida —respondió el chico, después de tragar saliva—. Si le ayudo con esto seré el técnico que hizo posible una toma de recuerdos de los cyaneos. ¡Podré tomar el ascensor y no volver a este sitio nunca más!

—De acuerdo, te entiendo, hay demasiado barro para ti aquí. Quieres diseñar nuevos entretenimientos virtuales para los estirados viajeros espaciales de ahí arriba. Quizá hasta hacer un crucero de placer a la nube de Oort —dijo Lanegan con una media sonrisa, entre irónica y triste.

—No me entienda mal, nací y crecí no muy lejos de aquí y no me avergüenzo —dijo Izban—, pero a cualquiera le asustaría comprobar que lo que le queda es diseñar puentes grúa para desguaces.

—Recuerda que tú lo has querido. Mi trabajo, mis reglas. No preguntes y no dudes cuando te diga que hagas algo ¿entendido? Y deja los formalismos, llámame Lanegan.


Después de despedirse de Luch, salieron a la calle. Las últimas rondas habían dejado su tarjeta de crédito bajo mínimos, pero Lanegan confió en volver a disponer de fondos pronto. Si todo salía bien.


—¿Es cierto que el dueño le denunció a Seguridad? —preguntó Izban mientras calibraba su ropa para una menor temperatura. El tiempo allí era más benévolo que junto a los ascensores, pero seguía soplando un viento gélido.

—Empiezas mal —dijo Lanegan mientras subía las solapas de su abrigo—. Haz las preguntas justas y a ser posible solo cuando corra peligro tu vida. Y la respuesta es sí, él hace su papel de ojos y oídos de Seguridad, me denuncia, yo les esquivo, y todos contentos.


Lanegan emprendió la marcha sin esperar a su joven acompañante, que trató de orientarse con el mapa de su visor. Aquella zona cambiaba con tanta rapidez la disposición de sus calles que al poco tiempo se dio cuenta de que era inútil. Cruzaron aglomeraciones de cubículos prefabricados, zonas de tratamiento de residuos y astilleros para las modestas naves personales que poblaban el cielo en aquella zona. Tras superar callejones interminables y plataformas a varios niveles de la calle, Izban reconoció los signos de los establecimientos. Estaban en el Banco de Cuerpos. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

Allí también parecían conocer a Lanegan, lo que no tranquilizó al joven técnico. Comenzó a mirar con desconfianza las cubas y contenedores que llevaban muchos de los que se cruzaban en su camino. En las tiendas, iluminadas con luz fluorescente, se veían depósitos criogénicos translúcidos llenos con manos, pies, ojos, anuncios macabros del oficio. El Banco era el punto central del tráfico de órganos, clonados o no, de toda la zona humana, y probablemente de todo el Nexo. Lo peor era que los donantes no siempre eran voluntarios. Seguridad lo sabía pero prefería ignorarlo antes que afrontar el papeleo de analizar miles o quizá millones de muestras de tejido.

En uno de aquellos puestos minúsculos y siniestros se detuvieron. En jarras alineadas flotaban formas tentaculares que se movían espasmódicamente. El dueño, un hombre bajo de raza indefinida y rasgos deformados por los productos químicos, limpiaba una mano garruda sumergiéndola en ácido, protegiéndose solo con unos guantes, claramente inapropiados para esa tarea, pensó Izban.


—¿Otra para tu colección, Bayan? —dijo Lanegan, desde la entrada. El dueño al oírle dejó caer la pieza que sujetaba en el ácido y se acercó sonriendo.

—El día se vuelve más afortunado con su visita, viejo amigo. ¿En qué puedo ayudarle? Veo que hoy tiene un ayudante.

—Escribe sobre mí, mis memorias, puede que hagan un holodrama —bromeó—. Necesito una mano de hunk, incluyendo el antebrazo, y a ser posible recién cultivada.

—De hunk... será complicado. No nos llegan todos los días queriendo entregar su brazo, como bien sabe. Será caro —respondió el arrugado comerciante—. ¿Sería demasiada indiscreción preguntarle qué hará con él?

—Nada especial. Saludar a un viejo amigo.


Continuará...

Comentarios

  1. Je je je... El Nexo, tierra de oportunidades... Es curioso porque lo más interesante de Baraka está principalmente en la superficie de ese planeta. Veamos qué les depara el futuro.

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