El equipaje del diablo


La calle estaba inundada por el olor de las especias y el brillo de las sedas de diferentes colores que decoraban los puestos. Aisha tiró con todas sus fuerzas para levantar la pesada maleta y evitar que rozase el suelo de tierra. Sus cantoneras abolladas y la superficie de cuero deformado hacían evidente que había vivido tiempos mejores, pero aun así la niña se esmeraba en tratarla lo mejor posible. Se sumergió en el bullicio de la gente, conteniendo a duras penas el impulso de echar la vista atrás. En vez de ello, ajustó el pañuelo que le tapaba el pelo y agachó su cabeza.

Dos hombres surgieron de un callejón. Por su aspecto se habría dicho que eran hermanos: la misma ropa de color caqui, el mismo pelo azabache peinado con raya, sendos bigotes poblados y sobre todo, idénticos ojos negros que escrutaban a la multitud como si deseasen atravesarla con la pura fuerza de su mirada. Su búsqueda no dio ningún fruto y comenzaron a avanzar apartando a empellones a los transeúntes. En su vehemencia golpearon un cesto de semillas, que cayó desparramando su contenido por el suelo. Al instante se formó un alboroto que hizo volver la cabeza a la muchacha. Sus ojos se cruzaron con los de sus perseguidores y palideció.

Apretó el paso, serpenteando entre los curiosos que se habían vuelto en dirección al revuelo. Los dos hombres trataron de seguirla pero el dueño de la mercancía les retuvo sujetándoles por la camisa mientras les increpaba. El más alto sacó una cartera del bolsillo y la abrió, mostrándole una identificación. Al momento el tendero soltó su presa y se agachó a sus pies con gesto suplicante, musitando una letanía de excusas. Para cuando los dos individuos retomaron su persecución, Aisha ya había doblado la esquina.

La ciudad era un laberinto construido sin ningún tipo de plan urbanístico. Las casas, decoradas con colores vivos, se apilaban unas sobre otras y creaban un dédalo de pasadizos por el que sólo los residentes sabían navegar. Ese caos controlado jugaba ahora a favor de la pequeña, que giró de nuevo evitando la avenida principal para internarse en una estrecha galería. Las telas tendidas a secar proyectaban sombras a su paso. Se estaba alejando de su destino, la estación de tren, pero ahora le preocupaba más que la atrapasen, y lo que es peor, que le arrebatasen la maleta.

Su padre, haciendo caso omiso de los reproches de su madre, se la había confiado antes de irse para no volver más. Era el único recuerdo que le quedaba a Aisha de él, junto con una desgastada foto en sepia de su época en el ejército. En ella aparecía con la barbilla ligeramente alzada y aire orgulloso, mirando hacia el infinito. Aquel joven altanero se había convertido en un hombre de familia y un trabajador incansable que a pesar de todo lo que debía soportar siempre llegaba a casa al finalizar el día con una sonrisa pintada en su rostro.

Tanteó con su mano aquella asa de piel, pulida y desgastada por los años de uso. Su contacto cálido y el peso que le transmitía eran un recordatorio vívido de lo mucho que había admirado Aisha a su padre y la labor que realizaba. De alguna forma hacía que le sintiese a su lado.

La callejuela desembocó en otra mejor iluminada, recorrida en todas direcciones por motos pequeñas y ruidosas, el medio de transporte preferido de los jóvenes de la ciudad, y taxis de tres ruedas. No reconoció aquel barrio y la idea de haberse perdido la angustió. Era indispensable que llegase a tiempo a su destino.

—¿Hola, quieres piñones? —dijo de pronto un muchacho moreno y espigado, acercándose a ella. Iba descalzo, no llevaba camisa y sonreía con una impecable hilera de dientes color marfil. A su lado tenía un diminuto puesto de frutos secos, formado por un par de cajas con bolsas de papel apiladas y una lata vieja donde guardaba las monedas.
—¿Sabes por dónde se va a la estación de tren? —dijo Aisha, tratando de ocultar su nerviosismo.
—Claro, está al final de esta calle, si giras a la derecha y vas hasta el final la verás —respondió él, observándola con curiosidad—. ¿Quieres que te acompañe?
—No, no hace falta. Muchas gracias.

Aisha se puso en marcha esquivando el tráfico. Al cabo de unos metros se dio cuenta de que el chico la seguía. Decidió ignorarle y levantando su equipaje como pudo, cruzó la calle. Un coro de gritos y chirridos de frenos se elevó, pero salvo por el susto, llegó sana y salva al otro lado. Mientras recuperaba el aliento, una mano cogió el asa de piel de la maleta.

—Déjame que te ayude —dijo una voz juvenil. Era el muchacho del puesto de nuevo.
—¡No! ¡Es mía, suéltala! —respondió ella con furia mientras daba un tirón y clavaba sus ojos verdes en él.
—Perdona, no quería asustarte.

El chico retrocedió alzando las manos en gesto de disculpa, con una sonrisa atribulada en su cara. Antes de que Aisha pudiese pedirle que la dejara en paz, la familiar silueta oscura de los dos hombres que la seguían apareció al final de la calle, por el mismo camino que ella había tomado. El terror debió ser tan patente en su rostro que el muchacho se volvió a mirar. Cuando divisó a los recién llegados, su expresión también cambió.

—Tengo que irme —dijo Aisha en un susurro y salió corriendo. El voluminoso bulto entre sus brazos entorpecía sus movimientos y la hacía tropezar.

Unos metros después su carga se aligeró repentinamente. El chico del puesto le había dado alcance, tomando de nuevo el asa de la maleta. A pesar de sus protestas, tiró de ella uniéndose a su carrera. Un grito a su espalda reveló que su maniobra no había pasado desapercibida.

Aisha avanzaba sin pensar. Una riada de vehículos no cesaba de lanzarse en su dirección, pero todos parecían apartarse milagrosamente en el último momento. Se colocaron detrás de un tranvía, que avanzaba a un ritmo no mucho mayor que el de una persona a paso vivo. El chico le hizo señas para que subiese y entre los dos colocaron su equipaje en la plataforma trasera. Como era habitual, el vehículo estaba a rebosar de viajeros.

La niña quiso tomarse un respiro pero el muchacho tiró de ella, llevándola hasta la puerta delantera.

—Cuando el tranvía tome la curva, salta. La estación queda al otro lado de la plaza. Yo intentaré distraerles —dijo con gesto decidido.
—¿Por qué me ayudas? Esa gente es muy peligrosa.
—¿Es importante lo que llevas en la maleta?
—Sí... Lo más importante —respondió ella sin titubear.
—Eso es todo lo que quería saber —dijo el chico sonriendo de nuevo.

Con un chirrido de frenos y un traqueteo, el centenario vehículo empezó a dar la curva. Se escucharon voces y un tumulto en la parte trasera. Aisha saltó a la calle y el chico lanzó la maleta tras ella. En unos segundos estaba oculta entre la multitud, pero alcanzó a ver a los hombres del bigote cruzando el interior del tranvía mientras ordenaban a los demás que se echasen a un lado. No se habían dado cuenta de su presencia. Se agachó tras un puesto de cacerolas y siguió observando. Se oyeron gritos y vio al muchacho bajar de un salto, para después salir corriendo como una exhalación y desaparecer por el lado contrario de la plaza. Sus perseguidores no tardaron en seguirle.

Recordando las palabras del chico y sin saber cuánto tiempo tendría antes de que descubriesen el engaño, Aisha trató de orientarse. La estación de tren estaba donde él había dicho y la visión de la locomotora negra y la hilera verde de vagones de madera prendió por primera vez una leve esperanza en su interior. Si conseguía subir y perderse entre el pasaje, confiaba en poder cruzar la frontera sin ser descubierta. En cuanto estuviese al otro lado, llamaría a sus parientes para que fuesen a recogerla y la pesadilla acabaría.

Al acercarse a la verja de entrada, el alma se le cayó a los pies. El acceso estaba custodiado por varios guardias que revisaban los papeles de los viajeros y hacían retroceder a empujones a familiares y amigos. Debido a ello las despedidas tenían que hacerse a través de los barrotes. Padres, madres e hijos estiraban los brazos dándose el último adiós. Los equipajes también eran revisados a fondo y varios cajones de objetos confiscados descansaban a los pies de los policías. Si los agentes consideraban que se trataba de material prohibido por las estrictas leyes, su destino final sería una hoguera.

Sin el visado Aisha sabía que sería imposible pasar el control. Y aunque lo tuviese, su maleta jamás pasaría la inspección de los policías. Miró a su alrededor. Tampoco podía quedarse demasiado tiempo al descubierto, llamando la atención. Sin saber qué hacer se acercó a una casa de tres plantas donde un cartel sucio y roto anunciaba que se alquilaban habitaciones. Una familia cargada con bolsas salía en ese mismo momento.

—Una habitación para un día —dijo la muchacha dejando un puñado de monedas y billetes arrugados sobre el mostrador.
—Último piso, al fondo —respondió el encargado pasando un peine por su pelo grasiento y sin despegar la vista de la televisión.

La chica recogió la llave que el hombre había tirado en su dirección y encaró las chirriantes y empinadas escaleras. Agotada, tuvo que descansar en los rellanos para retomar fuerzas. Cuando finalmente llegó a su habitación la encontró tan sucia y estrecha como cabía esperar en aquel lugar. Las paredes eran tan finas que escuchó con nitidez a sus vecinos discutiendo. Muy cerca se oía también el crepitar de una radio.

Con la maleta encima de la cama, Aisha trató de poner en orden sus prioridades. Dejarla allí aumentaría sus probabilidades de colarse en el tren, pero aquello era algo que no deseaba hacer, ni siquiera como último recurso. Acarició el cuero, surcado de arañazos, y el metal de las esquinas, con su tacto tan frío y familiar. Sabía lo que decían otros sobre su contenido. Era obra del diablo y como tal debía ser destruido. Nadie debía poseerlo y mucho menos una mujer. Su padre, sin embargo, le había contado una historia diferente. Desde hacía generaciones su familia era la depositaria de un poder inmenso, tan grande que podía cambiar el mundo entero. Por eso daba miedo a aquellos que no podían controlarlo. Aquella humilde maleta albergaba parte de ese secreto, era a la vez la puerta y la llave de acceso a un mundo nuevo. Por eso debía protegerla.

Unos pasos rápidos resonaron en las escaleras, seguidos de un portazo. Varias carreras y golpes siguieron a la primera. Se hizo el silencio en el edificio. Sobresaltada, Aisha se asomó a la ventana y vio un grupo de policías congregados frente a la puerta. Junto a ellos se encontraban los dos hombres con bigote, aparentemente dando instrucciones a los agentes. Los pasos apresurados que había escuchado debían de pertenecer a clientes del hotel que también se habían dado cuenta de su presencia y trataban de escapar de la redada.

A pesar de que no recordaba haber visto más puertas al exterior, Aisha salió al pasillo. El sonido de silbatos y el crujido de las escaleras le indicaron que ya era tarde para huir. Regresó a su habitación. Los hombres con bigote ya no estaban fuera. Con toda seguridad en esos momentos ya estarían dentro, registrando una planta tras otra mientras saboreaban la cercanía de su presa y se alegraban de que se hubiese metido ella misma en un callejón sin salida. Frustrada, se apoyó en la maleta, sintiendo que aquella sería la última vez que la tendría en sus manos.

Recordó las enseñanzas de su padre y comenzó a desatar las tiras de cuero que la cerraban. Para las personas adecuadas, aquel era un portal a mil lugares distintos. Aisha tomó aire y recordó las palabras que había memorizado durante tantos años. Abrió la maleta.

El más alto de los dos hombres empujó la puerta de la última habitación. Al encontrar resistencia, forcejeó y acabo por reventar la cerradura de una patada. La silla que alguien había colocado contra el pomo salió despedida y cayó al suelo. La habitación estaba vacía, no había ni rastro de la niña. Sólo quedaba su voluminosa maleta de cuero, descansando sobre la cama. Le pareció ver un sutil movimiento en ella, como si la solapa se hubiese cerrado tan solo un instante antes. Acercándose, la abrió de un golpe. En su interior sólo había lo que ya sospechaban. Docenas de libros prohibidos.


La sinuosa silueta verde del tren comenzó a moverse, como un reptil somnoliento. Los viajeros abarrotaban tanto el interior como el techo de los vagones, haciendo lo posible por acomodarse y no perder sus equipajes en aquella atestada algarabía. Cuando la máquina aceleró, alejándose de la estación e internándose en las montañas, un suspiro de alivio pareció recorrer todo el convoy. Una niña estaba sentada en el pequeño espacio entre dos enormes fardos de ropa, propiedad de una pareja que viajaba con sus seis hijos. No recordaban haber visto entrar a la pequeña en el compartimento, pero generosamente le habían ofrecido su hospitalidad. También le habían dado lo único que había pedido: varias hojas de papel y un lápiz. Tras mirar por última vez la ciudad que se perdía en la distancia, Aisha comenzó a escribir.



Comentarios

Publicar un comentario