Solo puede quedar uno

El último de los doce clones hinchados de Boris Johnson cayó al suelo con un gorgoteo agónico después de que el Desconocido le cortase en dos con su espada. Había logrado eludir su vómito de té corrosivo por muy poco. Las ruinas de Londres no eran un lugar seguro, no desde que la tormenta electromagnética provocada por un meteorito caído en Chernobyl y amplificada por las antenas 5G habían devuelto a la vida a todos los funkos del mundo. La civilización había colapsado bajo el ataque de los pequeños juguetes asesinos, que habían superado a los humanos en oleadas interminables. Solo una figura había permanecido impasible, poniendo en marcha su plan milenario para hacerse con el poder, liberando monstruos inenarrables desde las catacumbas bajo el subsuelo de Inglaterra y aterrorizando a los escasos supervivientes.

Con paso rápido subió por las escaleras del Big Ben, ahora una torre semiderruida, con las rotas esferas del reloj dejando entrar las nubes de vapor venenoso. Ella le esperaba allí, sentada en su trono, con su enorme cuerpo biomecánico lanzando chasquidos al girarse para mirarle. Una sonrisa maliciosa iluminaba su cara, como si le esperase desde hacía mucho.

—Otro héroe más, qué alivio. Comenzaba a aburrirme —dijo la reina Isabel II, haciendo crujir la montaña de calaveras bajo su peso.

—Tu historia acaba aquí. Churchill debería haberte dejado sepultada en aquel castillo nazi, en vez de revivirte con magia negra y darte un cuerpo nuevo.

—¿Crees que fue idea suya? Él solo sirvió a mis fines, yo soy eterna —las patas de araña de decenas de metros de largo comenzaron a desplegarse estre siseos y ruido de engranajes—. Pero dime, ¿qué nombre quieres que grabemos en tu lápida, valiente?

El Desconocido desenvainó su arma y se ajustó las gafas, preparándose para atacar.

—Puedes llamarme... Jordi.