Relato: La emperatriz del otro lado


La Emperatriz Araña se detuvo en su palanquín de varios pisos en medio de la avenida principal del mercado, lanzando destellos dorados con su máscara, que representaba medio disco solar y solo dejaba al descubierto su seductora boca. Comerciantes, buhoneros y ciudadanos de a pie se lanzaron al suelo rozando con su frente la arena y musitando oraciones de alabanza. Retirando las sedas que la cubrían, las sacerdotisas revelaron el hinchado vientre de su señora. Ella volvió su hermoso rostro en su dirección, no sabía si podía verle pero a pesar de todo quedó paralizado, entre el terror y la fascinación.

Tendida entre cojines en lo alto de la estructura de madera de sándalo y bronce llevada por esclavos, la emperatriz arqueó la espalda al sentir los primeros dolores del parto. Con un rugido, separó las piernas y tras varios minutos de dolorosas contracciones, se escuchó el llanto penetrante de un recién nacido. La multitud prorrumpió en vítores y deseos de buena fortuna, lanzando pétalos de flores al aire. La criatura era diminuta al principio, pero entonces se revolvió y comenzó a cambiar, creciendo y adquiriendo proporciones inhumanas con rapidez. Pronto fue más grande que su madre, pero aún era un bebé, uno terrorífico, de rasgos bestiales, que no podía más que arrastrarse y moverse torpemente a gatas. Al llegar a los tres metros de altura, alzó su desproporcionada cabeza y bramó, haciendo temblar los cimientos de las murallas. Sus ojos brillaron llenos de fuego y su madre, con gesto de orgullo, se incorporó para acariciar su monstruoso rostro.

Daniel parpadeó y todo aquello —la embrujadora mujer, el niño gigante, el palanquín, el mercado— se desvaneció, devolviéndole a su lugar de origen, la plaza principal del centro comercial. Desde el principio la escena había sido invisible para los ojos humanos. Para todos, salvo para los suyos.

—¿Cuándo dices que ocurrió eso? —dijo el doctor, tecleando en su portátil.
—Ayer por la tarde, sobre las siete.
—Ya veo. En la avenida, ¿no? —continuó el hombre, dando la vuelta a la máquina para que pudiese ver la pantalla.
En ella aparecía el vídeo de un desfile de carnaval, con carrozas, gente lanzado caramelos, cañones de confeti. Sobre ellos volaban varios globos con forma de animales y los logotipos de propaganda de varios comercios locales.
—¿Qué quiere decirme con eso?
—Puedes verlo tú mismo. Salió en las noticias. No hubo nada más que una cabalgata, ni emperatriz, ni bebé gigante… Tu mente procesó la realidad y la alteró a su manera para contarte otra historia.
—Ya sé que lo que veo no es real. Pero quiero saber por qué. Y cómo lograr que pare —replicó Daniel con frustración.
—¿Cada cuánto te ocurre?
—Un par de veces al día. A veces, si hay suerte, ninguna. Otras cierro los ojos un segundo y al abrirlos estoy en ese lugar. Con esa gente vestida con ropas extrañas, los edificios con cúpulas, los monstruos. Todo es igual que nuestro mundo, pero diferente.
—Es pronto para hacer un diagnóstico, pero puedo darte algo para ayudarte con las alucinaciones y que puedas dormir…

Daniel observó el papel con aquellos nombres de medicamentos. Había pasado por la farmacia y había estado a punto de comprarlos, pero no era la primera vez que intentaban solucionar su problema de esa forma. Había pasado por tantos psiquiatras que ya no los contaba. Cuando las visiones eran más fuertes volvía a intentarlo, pero la respuesta siempre era la misma. Suspiró y se asomó a la ventana. Más allá del horizonte de edificios, varias ballenas acorazadas alzaban el vuelo. Eran tan inmensas que llevaban pequeñas ciudades sobre su lomo y ponían rumbo hacia el ocaso. De alguna forma que no entendía, sabía que iban a la guerra con un continente vecino. Se frotó los ojos y se concentró. Al volver a mirar solo vio la partida de dos cruceros del puerto, con los turistas saludando agitando los brazos a los que quedaban en tierra. Sonó el timbre de la puerta.

—¿Nos conocemos? —dijo con extrañeza al ver a la joven de pelo corto que le tendía la mano, sonriendo.
—No directamente. Tú eres Daniel, ¿verdad? Me llamo Ana, estoy en el último año de psicología y hago las prácticas en la consulta de tu médico. Me manda él para que te haga un cuestionario. —Levantó la libreta e inclinó la cabeza a un lado en muda petición—. ¿Sí? Así también me ayudas a mí…
Contuvo su primer impulso de pedirle que se fuese y asintió a regañadientes. Se hizo a un lado para dejarla pasar, pero ella negó.
—Prefiero si hablamos dando un paseo.
—Pero… —dijo él con rapidez, poniéndose tenso.
—Las visiones son más fuertes y más frecuentes fuera, lo sé. He leído tu expediente. Pero el doctor cree que será mejor así.

Se mordió el labio y asintió. Aquello era nuevo, y estaba dispuesto a probar lo que hiciese falta. Lo que fuese por un día tranquilo o una noche sin despertarse sobresaltado por gritos, músicas extrañas o rugidos en la lejanía. Tomó su abrigo y siguió a la joven. Cruzaron la calle hasta el parque y caminaron en silencio durante un trecho.

—¿Es siempre tan malo? —comenzó ella, mirándole por el rabillo del ojo y sin hacer ademán de apuntar nada en su cuaderno.
—No, no siempre —confesó él—. A veces sólo me quedo mirando porque es… maravilloso. Pero la mayoría me asusta. Ese mundo es tan extraño.
—Pero todo lo crea tu cabeza.
—Supongo que sí. No sé de dónde viene, yo no tengo tanta imaginación —respondió él esbozando una débil sonrisa.
—Yo creo que sí. ¿No has pensado en escribirlo?
—¿Lo que veo? Solo quiero olvidarlo, sinceramente.
Llegaron hasta la fuente del parque y ella se volvió a mirarle directamente a los ojos.
—A mí me parece un don. Ves algo que los demás no pueden. Si lo escribes podrías compartirlo, tal vez controlarlo.
—¿Es tu recomendación profesional?
—Tal vez. Tal vez solo personal.

Sombras alargadas recorrieron las fachadas, y las torres de la ciudad sin nombre que invadía sus sueños se  elevaron a su alrededor, en una arquitectura retorcida y de dimensiones imposibles. El olor de las especias y el murmullo de gente hablando en un idioma desconocido sustituyeron al tráfico y los gritos de los niños que correteaban por el parque. Una caravana salía por la Puerta de Oriente en esos momentos, pero los que tiraban de los carros no eran bueyes, sino enormes insectos enjaezados.

—¿Daniel? —La voz de Ana le trajo de vuelta—. Estabas allí, ¿verdad? Qué envidia...
—No te imaginas lo que es —dijo recuperando el aliento y la miró, con el parque de nuevo a su alrededor.
—¡Por eso tienes que contarlo!
Era la primera vez que alguien no reaccionaba tratándole como un loco cuando se enteraba de su problema. Y la forma en la que le miraba, como si fuese el poseedor de un tesoro inmenso. Meneó la cabeza y reemprendieron el camino.
—No sé. Quizá tengas razón y deba hacer algo diferente con todo esto.
—Claro que sí. Y yo estaré deseando leerlo.

Llamó a la puerta de la consulta de su doctor con los nudillos. La voz del hombre le invitó a pasar.

—Daniel, me alegro de verte. Tienes mejor aspecto, ¿has podido dormir?
—Sí, estos días han sido bastante mejores. De hecho venía a decirle que ya no necesitaré más sesiones.
—Ya veo… es tu decisión, pero recuerda que estaré aquí si me necesitas. —El tono del médico parecía más intrigado que preocupado—. ¿Entonces te fue bien la medicación?
—No la tomé, en realidad —respondió él, levantando el pequeño cuaderno donde había empezado a anotar sus visiones—. Estoy probando una terapia alternativa.
—Todo lo que te beneficie es bienvenido. Haz lo que sientas que es mejor para ti.
—Gracias. Y quiero agradecerle también que me enviase a Ana, me ha ayudado mucho.
—¿Ana? ¿A quién te refieres?
—Su estudiante en prácticas, la mandó con el cuestionario.
—Creo que te confundes, este año no tengo ningún becario en la consulta.
Tras un instante de silencio, Daniel sacudió la cabeza.
—No se preocupe, estaría pensando en otra persona. Gracias por todo.

Al salir al exterior, el sol de la tarde le deslumbró y el zoco de mil telares se desplegó cubriendo las aburridas calles de la ciudad mundana con construcciones y estructuras salidas de un cuento. Niños no humanos, monjes con túnicas brillantes y malabaristas zancudos le esquivaron mientras él cruzaba la calle. Sonrió al ver quién le esperaba al otro lado.

—Así que siempre has estado aquí…



Comentarios

  1. Este relato me parece fascinante, en las descripciones sobre todo.

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    1. Me alegro de que te guste. Creo que es uno de los que he escrito con más fluidez... por la falta de tiempo sobre todo, jaja.

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