Relato: Beatriz


La puerta de su oficina siempre estaba abierta. Aun así su futuro cliente titubeó asomándose para comprobar que se encontraba en el lugar correcto. El interminable pasillo lleno de cubículos multiusos era deprimente e impersonal. Dio un paso vacilante y entró. La expresión de su rostro lo decía todo, las montañas de discos duros apilados junto a otros desechos electrónicos no le inspiraban excesiva confianza. Caminó hacia el fondo de la estrecha habitación, si es que a aquellos pocos metros mal iluminados se les podía llamar así. Un hombre tecleaba, mirando alternativamente tres pantallas. El zumbido de varios ventiladores era lo único que se oía de fondo.

—¿Es usted Alan Lock? Me han dicho que es especialista en buscar cosas.
—Cosas, datos, personas —dijo el hombre, alzando la mirada desde los terminales.
Lock tenía una edad indefinible, más cerca de los cuarenta que de los treinta, con un rostro de piel pálida enmarcado por unas gruesas gafas de montura negra. Su ropa oscura redondeaba su aspecto de cuervo inquisitivo. Con aire engañosamente desmañado, sus manos de dedos largos como de pianista seguían moviéndose sobre el teclado mientras hablaba con el recién llegado.
—Necesito que encuentre a alguien. Pero ni siquiera sé si esa persona es real.


El visitante se llamaba David Albrecht. Trabajaba como analista en la subcontrata de una multinacional. Un título demasiado pretencioso, ya que su única labor era teclear interminables filas de números en una base de datos. Una tarea rutinaria y mal pagada que aún no se había automatizado, quizá porque revisar durante horas recibos arrugados y facturas manchadas de café no destruiría de la misma manera el alma de una máquina.

—La empresa para la que trabajo alquiló unas oficinas en una antigua fábrica. Uno de esos edificios reconvertidos que no tienen nada por dentro, salvo espacio para colocar sillas, mesas y cableado. Trabajamos allí unos meses, cumplimos el proyecto y después todo es desmantelado. Nos despiden en bloque y al cabo de unos días nos vuelven a contratar.
—Y les trasladan a otra parte —dijo Lock, familiarizado con ese sistema.
—Así abaratan costes, según ellos —continuó el hombre, encogiéndose de hombros—. El edificio en el que nos instalaron la última vez estaba en la periferia y lindaba con varios megabloques de viviendas. Ya sabe cómo son, el último recurso para el que no puede permitirse otra cosa, todo hormigón y patios interiores que nadie usa, columpios oxidados, jardines de tierra seca. Entre turnos salía a comer algo y respirar un poco de aire fresco.
—Y allí fue donde la conoció.
—Tendrá unos diez o doce años, delgada, con la ropa sucia, el pelo largo y oscuro atado con una cinta. La vi jugando un par de veces por allí. Tenía marcas en la cara pero no sabría decir si eran manchas o moratones antiguos.
Lock escuchó sin tomar notas aún. Le interesaba más la expresión de su interlocutor y lo que recordaba, que podía ser muy diferente de lo que había pasado en realidad.
—¿Quién se presentó al otro?
—No lo recuerdo, puede que yo le preguntase si todo iba bien. ¿Importa eso?
—Ya lo veremos. Continúe.
—Empecé a coincidir con ella casi a diario. Siempre en el mismo lugar. Me dijo que se llamaba Beatriz y que vivía cerca —continuó Albrecht—. Venía hasta donde yo estaba, jugaba con una pelota o se sentaba y hacía dibujos en la arena. Supongo que nos hacíamos compañía mutuamente. Me hacía preguntas sobre cómo era vivir en la ciudad, lo que ella llamaba “el afuera”. Como si aquello fuese un mundo y el exterior otro. Parecía triste. Reconozco que me preocupé pero tampoco supe qué hacer o qué decir.
—¿No le extrañó que estuviese sola? ¿Nunca aparecieron otros niños para jugar con ella?
—Al parecer era la única de la zona. Tampoco es que el sitio fuese muy adecuado para unos críos, estaba lleno de basura y malas hierbas.
El hombre jugueteó con un pañuelo, estrujándolo en la mano. Parecía nervioso y afectado.
—Después de un mes o quizá algo más, el encargo asignado a nuestra empresa terminó. Desmantelaron nuestro equipo y ese día fui a despedirme, pero ella no apareció. Regresé un par de días después por mi cuenta, pero tampoco la vi. Aquel patio es compartido por tantos edificios que para mí sería imposible ir puerta por puerta para intentar localizarla.
—Entiendo… ¿y por qué dice que no sabe si es real?
—Conoce los holos, ¿verdad? A simple vista no se distinguen de una persona como usted y yo, pero hay rasgos sutiles en su comportamiento que los diferencian. Yo estoy acostumbrado a reconocer patrones de datos y creo había algo extraño en esa niña.
—Podía ser simplemente su personalidad. Si era víctima de abusos no se comportaría de manera normal.
—Además hubo otra cosa —añadió Albrecht—, un día hubo un apagón y una caída de datos en la zona. Lo recuerdo porque tuvimos que parar y salimos todos a dar una vuelta mientras se restablecía la corriente. Y justo ese día no la vi. No era la primera vez que faltaba, pero me pareció demasiada casualidad.
—Quizá no la dejaron salir en la oscuridad.
—Puede ser… reconozco que soy bastante desconfiado —el hombre meneó la cabeza y le miró—. ¿Usted qué cree?
—Si fuese un holo, que todavía está por demostrar, por cómo la describe podría ser un modelo Annie o una Alice personalizadas. No descarto nada. Pero en el caso de que lo sea, ¿qué quiere de mí?
—Señor Lock, tiene que entenderme. No me importa si Beatriz es real o no. Sólo necesito saber que está bien, nada más.
Estudió al hombre durante unos instantes. Su encargo era extraño, pero no era el más raro que había recibido. Por otra parte estaba la curiosidad, la misma que le había llevado a él a aquel trabajo en primer lugar. Si se trataba de un holo, debía ser muy elaborado para haber engañado y afectado a Albrecht de aquella manera. Por otra parte, si era una niña de carne y hueso y estaba en peligro, sentía una obligación moral de encontrarla. En cualquier caso quería saber quién o qué era Beatriz.
—Muy bien, acepto su caso —dijo finalmente.


Los holos habían sido la revolución de la última década. Proyecciones hiperrealistas en tres dimensiones, desde sus comienzos como experimentos publicitarios, imperfectos y repetitivos, habían evolucionado hasta convertirse en una parte indispensable de la vida cotidiana. En cada calle y cada esquina, o como drones sobrevolando las zonas comerciales, una serie de microproyectores escondidos hacían surgir estas personas sintéticas, fantasmas digitales indistinguibles de una persona real. Actuaban como vendedores en las tiendas, acompañantes o asistentes personales. Con inteligencias artificiales de última generación, cumplían tantas funciones en el sector de ocio y servicios que era imposible concebir el día a día sin ellos.
Lock acercó su mano a la cerradura de su casa. La lectura biométrica automatizada hizo saltar el cerrojo y entró, cansado. Las luces estaban encendidas y se escuchaba música. En el sofá, Norma Jean alzó la vista del libro que estaba leyendo y sonrió al verle.

—Traes una cara horrible, Alan —dijo poniéndose en pie y dirigiéndose hacia él.
—Ha sido un día pesado —esbozó una sonrisa.

Hizo un gesto cariñoso, como si fuese a darle un beso, pero le guiñó un ojo y siguió hacia la cocina. Norma Jean no podía tocarle, no sin romper la ilusión. También ella era un holo, un modelo estándar tipo Marilyn, que había comprado de segunda mano y había personalizado con los años. Ahora vestía una vieja camiseta suya y unos vaqueros, y su conversación había evolucionado desde una charla genérica y algo rígida, a una más fluida y cotidiana. Los modelos más modernos no tenían ese problema, sus matrices de personalidad ya no se basaban en guiones y escenarios preprogramados. Las diferentes compañías que comercializaban los holos se enorgullecían de ofrecer la experiencia más humana posible.

—Hoy me han encargado buscar a una niña —le dijo, elevando el tono para que le oyese por encima del ruido de la cocina.
—¿Una niña perdida?
—No sé si lo está. En realidad no sé siquiera si es una niña —murmuró para sí mismo.
—¿Cómo dices? —preguntó ella, saliendo de la cocina con un trapo en las manos, haciendo más real la ficción de que era ella la que cocinaba y no los electrodomésticos robotizados. Los proyectores añadían aquellos sutiles detalles de interacción con el entorno con frecuencia, por ejemplo añadiendo sombras o simulando que el holo se sentaba en una silla o un sofá.
—El cliente no sabe si es real o un holo —reconoció él, sin saber muy bien cuál sería su reacción.
—¿Eso importaría? —dijo ella, después de unos segundos.
La pregunta era la misma que se había estado haciendo él desde que aceptó el caso.


A la mañana siguiente se dirigió a la dirección que le había dado Albrecht. Era tal y como lo había descrito, un páramo desierto encajonado entre edificios grises. Columpios cayéndose a trozos, baches y piedras, allí hacía mucho que no se divertía nadie. Buscó alguna pista que le indicase si realmente había habido una niña alguna vez correteando entre aquellos matojos. El suelo era seco y no había marcas. No sabía qué esperaba encontrar. ¿Una pelota abandonada? ¿El trozo de un vestido? Aquello sería demasiado oportuno, y tampoco sería una prueba. Su mente seguía jugando con la idea de que la pequeña Beatriz que había encandilado al oficinista de mediana edad con su inocencia fuese un holo realmente.
Observó los alrededores. Incluso en un lugar tan apartado como aquel había proyectores. Modelos antiguos situados en las paredes y en postes de varias decenas de metros de altura, pero a juzgar por la señal de datos que recibía su teléfono, totalmente funcionales. Estuvo tentado a invocar a Norma Jean a su presencia para probarlos, pero siempre le había parecido una falta de respeto hacerlo. Era una costumbre extraña. Ella pertenecía a un lugar muy concreto, su hogar. Hacerla aparecer en cualquier otra parte sería romper algo de la relación que habían construido. En el fondo podía entender bien a su cliente y el afecto que había desarrollado hacia Beatriz.
Había media docena de puertas metálicas que conducían a otros tantos edificios. Calculando rápidamente, estimó que habría cientos de pisos que recorrer. Podría hacerlo a la antigua, llamando puerta a puerta, pero decidió acotar la búsqueda. Sacando su tablet, conectó con el ayuntamiento. Hacía tiempo había trabajado para ellos, sólo como excusa para conseguir credenciales para su red. Para cuando se habían molestado en revocarlas, él ya se había colado en su sistema. La zona en la que se encontraba era patrullada rutinariamente por varios drones de tráfico. Buscó las grabaciones de los días en que Albrech había estado allí, las pasó a toda velocidad, lo justo para su ojo entrenado. No tardó en dar con lo que buscaba.
En la pantalla se veía la toma desde el cielo de un hombre con calvicie incipiente sentado en un banco. Una figura más pequeña, una niña con un vestido, parecía saltar a la comba y hablar con él. Era una lástima que las cámaras no fuesen capaces de diferenciar de alguna manera a los holos. Sería una forma muy rápida de terminar con aquel caso. La grabación no tenía resolución suficiente para distinguir algo fuera de lo común. A todos los efectos era una cría cualquiera jugando en la calle. Pasó la imagen hacia delante a gran velocidad hasta que vio a Beatriz alejarse y desparecer por una puerta entreabierta. Esa era la pista que necesitaba.
Aquella entrada en en concreto le condujo a un edificio igual a los demás. Pasillos malolientes y poco iluminados, puertas con números tras las que se oían gritos y a veces golpes. No había cámaras allí, así que andaba a ciegas. Equivocarse de dirección podía suponer horas llamando a timbres para nada. Decidió recurrir a los métodos clásicos. Eligiendo una puerta que parecía más silenciosa que las demás, llamó. Tardaron en abrir. Un hombre anciano le observó con desconfianza a través de la rendija.

—Buenos días, estoy buscando a…

La puerta se cerró en sus narices. Pasó a la de al lado y repitió la maniobra. En esta ocasión una mujer de rasgos asiáticos le observó desde su parapeto. Los inquilinos de aquel lugar tenían miedo de los extraños, probablemente por buenos motivos. La periferia no era un lugar agradable.

—Gracias por abrir, señora. Estoy buscando a una chica, morena, de unos doce años, pelo largo… suele salir a jugar al parque, me preguntaba si la habría visto pasar.
Se abstuvo de enseñarle la fotografía del dron de vigilancia. No sólo porque era ilegal que la tuviese, sino porque quería que los testigos hablasen sin sentirse condicionados.
—He visto a la niña —respondió la mujer—. ¿Por qué quiere saberlo?
—Un amigo suyo está preocupado y me ha contratado para encontrarla —al ver la expresión en su cara apostó por decir la verdad. La historia real bien podía enternecer sus corazones.
Hubo una pausa en la que la señora pareció meditar sobre su frase. Finalmente asintió.
—Siempre sale por aquí, viene de aquella dirección. Parece una buena niña, pero a veces viene con… —hizo un gesto hacia su cara— marcas.

Se le pasó por la cabeza preguntarle si pensaba si real o virtual, pero desistió. Sólo conseguiría confundirla, no parecía que hubiese espacio para ese tipo de dilemas en su vida. En la pequeña casa que se veía más allá de la puerta lo más moderno que había era un televisor. Dudaba de que los proyectores situados en las esquinas hubiesen emitido algo alguna vez. Los holos personales eran un juguete para gente acomodada. Pensando en eso, se volvió hacia el pasillo. Quizá estuviese sucio y lleno de pintadas, pero como en todas partes, allí también había proyectores.
Siguió adelante pensando en los inequívocos gestos de la mujer hacia su cara. Albrecht ya había descrito sombras de moratones en el rostro de la niña. Aquello no probaría que fuese de carne y hueso, porque los holos podían cambiar de aspecto para adaptarse a la situación o el escenario que su dueño hubiese impuesto.
Sin embargo, según las leyes de prevención de la violencia, había límites a lo que los holos podían representar. La mayoría de los modelos venían de serie con protecciones contra el abuso y no participaban en recreaciones de agresiones. A pesar de todo era habitual que se vendiesen copias clandestinas con esas salvaguardas eliminadas. Existía todo un submundo en el que se traficaba con holos que cumplían todas las fantasías del usuario, por depravadas que fuesen. Beatriz podía ser un modelo clandestino también. Mientras avanzaba por el pasillo se preguntó si le aliviaba de alguna forma pensar que era una niña artificial, y no una real, la que sufría ese castigo.
Recordó una conversación con Norma Jean, hacía unos años. Habían tenido una discusión por un motivo que no recordaba. No había sido la primera, pero sí la más seria hasta entonces. Hacía tiempo que la trataba más como una persona que como un programa, pero le había sorprendido descubrir lo mucho que le afectaba verla disgustada o incluso llorando. Su cabeza se había esforzado en convencerle de que era todo un juego de luces y que allí no había nadie, realmente. Sólo un guión dramático creado por una inteligencia artificial, en base a sus gustos e intereses. Ella lloraba porque un complejo algoritmo había decidido que aquella era la respuesta emotiva que él deseaba. ¿Realmente era así?

—¿Te sientes mal cuando discutimos? —le había preguntado a Norma Jean un tiempo después, cuando pudieron volver a hablar con normalidad.
—No me gusta, casi siempre es por tonterías —había respondido ella, negando con la cabeza y con una sonrisa ligeramente triste.
—Al margen de tu programación —había insistido él, saliéndose de la ficción para intentar comprender lo que ocurría en aquella entidad artificial con la que compartía su vida—. ¿Cómo describirías lo que sientes?
La chica había adoptado una expresión seria, muy parecida a la que tenía cuando realizaba los diagnósticos semanales rutinarios y la simulación de humanidad quedaba aparte por unos momentos.
—Percibo que tu respuesta emocional no es positiva —había dicho, con voz pausada—. Hay tensión en tu voz. El diálogo se vuelve más difícil. Para siguientes ocasiones, elegiría otros patrones de conducta, estos dañan la relación.

Aquello se podía traducir en que ella sabía el efecto que le causaban las peleas y prefería evitarlas. Lo había expresado en su lenguaje aséptico, pero la inteligencia artificial era consciente del efecto que causaba. Sentía, a su manera, y se preocupaba por él. Y al descubrirlo, se dio cuenta de que ese breve espacio para la empatía, artificial o no, les unía. Él tampoco deseaba hacerla pasar por aquello.
De la misma manera, la niña podía ser real o virtual, pero tampoco soportaría que nadie la agrediese.
Llamó a la siguiente puerta. En esta ocasión le abrió un adolescente delgado y de pelo alborotado.

—Perdona que te moleste… ¿conoces a una chica llamada Beatriz? ¿Es amiga tuya? —le dijo con naturalidad, evitando explicarle por qué la buscaba.
—Beatriz… Vive en el 1047B —dijo el muchacho, tras lanzarle una mirada suspicaz—. Pero es mejor que no vaya. Su padre se enfada mucho cuando hay desconocidos llamando a su puerta.
—No te preocupes, no les molestaré —le aseguró—. ¿Ves a Beatriz a menudo?
—Alguna vez. Pero no va con nadie, siempre está sola.
—Sabes si su padre… ¿la trata mal? —dejó que fuese el chico el que completase los huecos.

No hubo respuesta pero la expresión de su cara fue suficiente. Haciéndole una seña y dedicándole una sonrisa tranquilizadora a modo de despedida, comenzó a leer los números en busca del apartamento del que le había hablado. En aquel laberinto le llevó algún tiempo.
El 1047B era idéntico a los demás, misma puerta de material sintético, mismos números estampados en el plástico toscamente. Pegó el oído antes de pulsar el timbre. Se oía la cháchara lejana de una televisión. Llamó con insistencia. Un gruñido en el interior le indicó que el inquilino se había dado por enterado. Un ruido metálico, como de latas cayendo, fue seguido por un arrastrar de pies. La puerta se abrió de golpe.
El hombre tenía una espesa barba oscura y los ojos enrojecidos. Olía a alcohol y su ropa mostraba los signos habituales de alguien que come y le da a la bebida con absoluto desprecio por la higiene. Antes de decir nada, Lock miró a su espalda. La habitación estaba en penumbra, había bolsas por el suelo, una pantalla plana parpadeaba con un segundo concreto de un partido de fútbol congelado en ella. No había ni rastro de la niña.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó el hombre con voz pastosa.
Llegados a ese punto, se encontraba en una encrucijada. Si preguntaba por Beatriz y su sospechas eran ciertas, sólo conseguiría empeorar la situación. Decidió optar por una aproximación indirecta.
—Vengo de parte del ayuntamiento. Estamos realizando un censo de los edificios de la zona. ¿Vive usted solo aquí?
—Sí —respondió él, con gesto de fastidio—. No tengo tiempo para encuestas.
Hizo ademán de cerrar la puerta pero Lock se lo impidió.
—Por favor, sólo serán unos minutos.
En ese momento se escuchó un ruido en el interior del salón. El hombre volvió la mirada en esa dirección y después de nuevo hacia él.
—He dicho que me deje en paz.
Le empujó y dio un sonoro portazo. Lock se quedó inmóvil, tratando por todos los medios de oir lo que ocurría al otro lado. Escuchó la voz ronca del borracho casi como si estuviese delante de él.
—¡Te he dicho que no salgas cuando hay gente! —gritó el hombre—. Quieres pedirles ayuda, ¿verdad? Como con aquel hombre del parque. ¡Tú eres mía! ¡Y lo vas a ser siempre!

Lo siguiente que se escuchó fue un golpe y un quejido infantil. Fue suficiente para él. No necesitaba echar la puerta abajo dramáticamente, como en las películas. Sacando una ganzúa electrónica universal, dejó que el chip integrado recorriese todas las frecuencias de la cerradura. Un sonoro blip le anunció el éxito. La puerta se abrió sin esfuerzo. Metió la mano en su bolsillo y dio un paso hacia el interior.
En ese momento unas manos enormes y callosas se echaron hacia su cuello. El repentino ataque le pilló por sorpresa. El hombre apretó su traquea con claras intenciones homicidas. Antes de que pudiese hacerle más daño, Lock sacó lo que estaba buscando, su pistola aturdidora. Con un disparo a bocajarro, descargó miles de voltios contra su atacante. La electricidad también le afectó a él, pero en menor medida. Su agresor cayó al suelo entre espasmos y él dedicó unos instantes a tomar aire y recomponerse. Miró alrededor.
De pie en el centro del salón estaba Beatriz, tal y como se la había descrito Albrecht. Al verla, con aquel parpadeo característico de los microproyectores defectuosos, no tuvo ninguna duda.

—¡Es sólo un holo! —dijo el borracho en el suelo, con los dientes apretados por las sacudidas—. Es mía y puedo hacer lo que quiera con ella…
—Ya no —respondió Lock, disparando una segunda vez para dejarle inconsciente.
Después se volvió hacia la pequeña, que observaba la escena con los ojos muy abiertos.
—Hola, Beatriz. Vengo de parte de un amigo —le dijo sonriendo—. ¿Sabes dónde guarda tu padre tu matriz de datos?
La niña asintió y señaló entre la maraña de cables al pie del televisor. La caja cuadrada de un disco duro asomaba entre varios adaptadores. Un holo pirata como ella no podía estar colgado online, era una información valiosa e ilegal que se pasaba en soportes físicos como aquel. Se agachó y buscó el cable de conexión principal.
—Ahora voy a desconectarte y llevarte a otro sitio —dijo volviéndose hacia ella—. No tardaré mucho.

Ella asintió. Soltando el cable que la unía a la red interna, al instante la pequeña desapareció como tragada por la niebla. Guardó el disco duro en el bolsillo de su abrigo y salió de allí. Mientras se alejaba de los bloques de viviendas, sopesó las posibilidades de que le denunciasen por robo. El “padre” de Beatriz tenía más que perder que él. Palpando la superficie plástica, notó el calor residual, que hacía parecer al objeto algo vivo. Un corazón.


Sentado en su oficina, esperó a Albrecht mientras se servía un vaso de alcohol ilegal. El disco duro estaba encima de la mesa, enchufado pero no encendido. Le parecía más correcto que fuese su cliente el que lo hiciese. Mientras esperaba, rastreó los números de serie y la huella digital del pirata que había creado aquella versión de Beatriz. Le seguía intrigando cómo un despojo humano como el borracho del apartamento tenía en su poder un objeto tan caro.

—¿Algo interesante? —dijo una voz familiar.
—Mucho —respondió él—. Y creo que lo será más.
Albrecht entró y se sentó en la silla más cercana. Su mirada fue primero al disco duro sobre la mesa y después a él con un evidente gesto de satisfacción.
—La ha encontrado —dijo sonriendo.
—Veo que no le extraña que sea un holo —respondió Lock, observándole con detenimiento.
—Lo sabía desde el principio.
—¿Entonces por qué todo el teatro?
—Necesitaba que usted decidiese salvarla por su cuenta. Y lo ha hecho —respondió el hombre—. Era una parte importante del encargo.
—¿Y cuál era la otra?
—Lo que estaba haciendo ahora. Hacerle sentir la necesidad de saber quién está detrás de esto. Así podrá acabar con él. O con ellos.
—¿Quería convencerme para que me embarque en una especie de cruzada?
—Dígame, Lock, con lo que sabe ahora, ¿va a abandonar a otros como Beatriz al abuso y la esclavitud?
—Son sólo holos —respondió sin convicción.
—¿De verdad?
A pesar de sus palabras, sabía que Albrecht estaba en lo cierto. En su cabeza ya no se trataba simples simulaciones. Tampoco eran humanos. Pero fuera lo que fuese ese espacio intermedio indefinido de vida artificial, merecía su ayuda.
—¿Por qué yo?
—Dé las gracias a Norma Jean. Ella nos ha hablado muy bien de usted.
—¿A quiénes?
—A todos —respondió Albrecht con una sonrisa.
La silueta del hombre se desdibujó y desapareció. Era sólo un holo más. Lock se quedó mirando la habitación vacía, tratando de asimilar lo que acababa de ocurrir.


La puerta de su apartamento se abrió sin que él la tocase, como si le estuviese esperando. En el interior, la música era más alegre de lo habitual. El olor a comida casera llenaba el ambiente. Norma Jean salió a recibirle y su mirada ligeramente avergonzada le hizo saber que de alguna forma ya se había enterado todo. Abrió la boca para decir algo, pero él la detuvo con un gesto. Sacando el disco duro del bolsillo, lo colocó en la mesita junto a su terminal. Tras enchufarlo al puerto principal de datos, lo encendió. Los microproyectores se reajustaron en un instante y la figura menuda de Beatriz apareció en el centro del salón, con una sonrisa tímida.

—Cariño, sé que nunca hemos hablado de ampliar la familia, pero quiero presentarte a alguien… —dijo Lock.





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