El ritual se repite casi todos los días, el mismo lugar, la misma página en blanco. Los dedos tamborilean sobre el teclado, escriben unas frases, las borran, las vuelven a escribir con otra forma o con otro sentido. Tu cabeza puede bullir llena de ideas durante todo el día, pero nada garantiza que al llegar la noche y sentarte a escribir, seas capaz de plasmarlas en el papel. Es un extraño caso de bloqueo del escritor, en el que no falla la inspiración, pero sí el catalizador que permite que tome forma y se convierta en una historia, una aventura o un juego de rol. En mi opinión el mayor obstáculo para un escritor es él mismo, o mejor dicho, todo el bagaje que arrastra: perfeccionismo, expectativas, prejuicios, exceso de autocrítica, la alargada sombra del público, real o no, cerniéndose sobre su hombro. No necesitamos un Moriarty, nuestro archienemigo se sienta con nosotros y nos mira permanentemente desde el otro lado del espejo, saboteando nuestras mejores intenciones. Es muy fá