Volviendo a las mazmorras
Recuerdo que cuando empecé con el AD&D era un director de juego muy clásico. En todas mis aventuras incluía un dungeon o algo similar en el que los jugadores pudiesen perderse, solucionar puzles, pelear con monstruos de todo tipo... . Más adelante, cuando creé mi propio sistema y nuestro estilo se volvió más "Expediente X", seguía haciendo algo parecido. El dungeon pasó a ser la típica casa abandonada, el laboratorio subterráneo o antiguas ruinas en el Polo Norte. Llegar a este tipo de lugares es algo que los jugadores esperan porque suponen aventura en estado puro, una oportunidad de probar sus armas y siempre la promesa de una recompensa, ya sea en forma de oro, equipo o conocimiento.
En el entorno de campaña de Los Reinos Olvidados, el dungeon por excelencia (y el más grande del mundo, durante un tiempo) es Bajomontaña, o más concretamente, sus ruinas. Niveles y niveles de antiguas minas, templos, guaridas, túneles y cavernas que guardan tesoros incontables, pero también peligros mortales. La verdad es que cuando llegó a mis manos la caja original esperaba algo más que una simple lista de habitaciones, pero Bajomontaña es sobre todo, creo yo, una inspiración para incluir segmentos o localizaciones concretas en una aventura más grande. Jugar el dungeon del principio al final es posible, pero para muchos jugadores será mortal y para otros incluso aburrido, si tienen nivel suficiente como para recorrer los pasillos sin temer a nada. Bajomontaña es un buen ejemplo de lo que no se debe hacer.
Lo mejor de un dungeon no es el lugar en sí, sino la imagen que trae a la imaginación. Lo ideal sería que los nombres de los lugares que los jugadores visiten resonasen como Moria en El Señor de los Anillos, una inmensidad imposible de explorar completamente y que siempre esconderá secretos. Hay que rechazar la idea de convertir la exploración en un videojuego, con niveles que superar para llegar al final. Hay que dar a cada lugar historia y razón de ser, poblándolo de habitantes lógicos y un motivo para internarse dentro que haga que el juego sea más que una simple recolección de tesoros.
En el entorno de campaña de Los Reinos Olvidados, el dungeon por excelencia (y el más grande del mundo, durante un tiempo) es Bajomontaña, o más concretamente, sus ruinas. Niveles y niveles de antiguas minas, templos, guaridas, túneles y cavernas que guardan tesoros incontables, pero también peligros mortales. La verdad es que cuando llegó a mis manos la caja original esperaba algo más que una simple lista de habitaciones, pero Bajomontaña es sobre todo, creo yo, una inspiración para incluir segmentos o localizaciones concretas en una aventura más grande. Jugar el dungeon del principio al final es posible, pero para muchos jugadores será mortal y para otros incluso aburrido, si tienen nivel suficiente como para recorrer los pasillos sin temer a nada. Bajomontaña es un buen ejemplo de lo que no se debe hacer.
Lo mejor de un dungeon no es el lugar en sí, sino la imagen que trae a la imaginación. Lo ideal sería que los nombres de los lugares que los jugadores visiten resonasen como Moria en El Señor de los Anillos, una inmensidad imposible de explorar completamente y que siempre esconderá secretos. Hay que rechazar la idea de convertir la exploración en un videojuego, con niveles que superar para llegar al final. Hay que dar a cada lugar historia y razón de ser, poblándolo de habitantes lógicos y un motivo para internarse dentro que haga que el juego sea más que una simple recolección de tesoros.
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